Había que abandonar el silencio
y las sombras de los paltos.
Recogió lenta y silenciosamente
los escombros.
Se fue armando de pequeños espacios en los que podía viajar.
Y así despacito fue rearmando
su propia historia,
a partir de los restos de esas batallas.
Intentó vestirse con las ropas destrozadas de los héroes que recogía
en aquella contienda.
Algunas le quedaron chicas,
otras bailaban en sus piernas.
Camisas usadas por otros,
pantalones ajados y chicos.
Y las culpas en las que fue criado
también fueron azotadas
por inmensos terremotos.
Y de nuevo un regimiento de preguntas
se le vino encima,
y justo en el momento en que pensó en las respuestas,
empezaron a morirse de viejas
y se convirtió en un nuevo huérfano
de esa historia.
El Parrón.
Calle Esmeralda.
La Ligua.
Dormitorio y última parroquia de Don Jorge Teillier.
Bar lleno de marineros de un puerto sin mar, seco como los cerros que rodean a Cabildo y Petorca.
Preguntamos por su nombre,
se miraron disimuladamente
y los ojos se llenaron de esas lágrimas que no caen,
esas que se guardan con pudor en la orilla de los ojos.
Una puerta del escondido Lautaro,
tu cuerpo parado en el Olimpo de la poesía lárica chilena.
La de la infancia,
la de la muerte,
la de los trenes que no entiendes por qué ya no pasan,
y no soy capaz de explicártelo.
La fuerza del tren,
tiene cuerpo en la nostalgia de esa infancia que ya no volverá.
Me imagino un diálogo entre el poeta y tú,
descanso con la belleza de las palabras que se dijeron en voz baja.
Las palabras imaginarias,
las palabras que no existen.
El vino se renueva tibio bajo los parronales del Parrón de Esmeralda en la Ligua.
Antesala del destierro
repleta de despedidas,
aguantando las lágrimas
para no ser detectadas
por los soldados enemigos
vestidos de gala.
Una gran sala
llena de sentimientos contradictorios.
Y el paso inevitable del tiempo
hizo lo suyo
en una ciudad que se acostaba temprano.
Salvavidas arrojados
después de que el acorazado
se había comenzado a hundir.
Fragmentos de esos cuerpos
que fueron destrozados por las circunstancias.
Desorientados comenzaron a tejer
lentamente
nuevos tratos,
con nuevos verbos,
que les permitieran entender
lo que a cada uno le correspondía entender.
Laberintos de excesos
y de los nuevos sueños
que se instalan en la cabeza.
Imposible regresar en el tiempo.
La realidad no lo permite,
es físicamente imposible.
A veces, en momentos de lucidez,
cuando en las noches callejeras
encontraban segundos de contemplación,
en los que se contentaban con vivir el presente,
concluían: «nada nuevo bajo el sol».
La borrachera no los dejó ver
lo que estaba pasando en esos pasillos de palacio,
y lo que se les venía encima.
El olor de los muertos comenzó a secar.
Periplo en búsqueda de un poeta
A Jorge Teillier.
La muerte te descansa
al fondo del cementerio.
De espaldas al cerro más pobre
de la ciudad,
donde se tocan los pies
de Cabildo y la cordillera.
En calle Esmeralda
una mesa vacía.
Ya no tomas el colectivo,
ya no te pierdes en los paltos buscando.
Ya no recorres los pasillos
de la biblioteca pública.
O del museo solitario de la Ligua,
con el cuerpo paralelo en la tierra,
lamiendo los rastros
de la historia de aquel lugar.
Arrastrándose en la tierra,
con la boca llena de barro,
los pies al norte,
la tierra en las encías,
deletreando L A U T A R O.
¿Cuánta poesía demorabas
entre la Ligua y Cabildo?
¿Cuánto son los 23 kilómetros de poesía al comienzo del valle de la Quintrala?
Los colectivos amarillos
descienden del valle,
mientras el poeta mira el mundo
con su catalejo de corsario oxidado.
Tu bar está lleno de marineros locos
sin gota de océano
que miran la cartografía de tus verbos escritos en un montón de servilletas.
Los viejos no quieren hablar.
Se niegan a hilar recuerdos.
El dolor de la figura.
Tus pasos se pierden en los callejones de la infancia.
En la frontera de la vida y la muerte,
¿por qué, Don Jorge, por qué?
El río es un espejo de agua,
una vena abierta a las estrellas coronadas de piedra del cerro wuelén.
Un verdadero espejo de nuestra miseria.
Sin nombres,
sin lengua,
de todas partes, de todos los siglos.
Sus ropas ardieron en llamas
debajo del puente
que lleva el nombre del conquistador.
El río como espejo
de nuestra podredumbre,
una máscara de agua
nos mira desde el fondo.
En la fundación de la muerte,
y la vida,
se repartían en el valle los números grandes que se enterraban en las iglesias.
Los chicos, por todas partes.
Sus cuerpos,
arrojados al laberinto de la biología,
alimentaron a las ratas,
y a los peces en el mar.
El olor post muerte se fundía con el humo,
los caballos, el cuero, el suelo,
la sal y el vino.
Sus cuerpos convertidos en gusanos
recorren los rincones subterráneos del mercado central,
de la vega,
de las iglesias,
están más abajo de las alcantarillas.
En la frontera
la muerte se convirtió en frutillas,
que alimentaron las voces
de la poesía sureña, que siglos después,
reventaron la palabra.
Todxs llevamos un río dentro.
Riada de luz y oscuridad.
Somos dos más dos cinco y a veces tres.
Salidas de madre y de silencio.
Somos caudal y orilla.
Tiernxs y horrorosxs.
Orillas y oceáno.
Meandro y recta.
Agua y tierra.
También curso, nacimiento y desembocadura.
Sobrevivo en la ambivalencia de mi suelo
que me sostiene y me entierra.
Repto torpe encima de mis dedos cortos.
De mi desnudez salgo al alba
rabiando con la nostalgia
que es la sal y el agua de mis horas.
Brindo cada vez que puedo.
Soy creyente observante del fracaso rotundo de este país.
Sobrevivo en la ambivalencia perfecta del ocaso,
de un campo de batalla que recorre el paisaje
en medio de caballos muertos
y trozos de uniformes sin manos.
Cada catástrofe ha marcado a las personas.
Cada habitante al vivir o morir,
la catástrofe le encarga a lxs que vienen
el guardar en la memoria el dolor.
Se forma un correlato
que acompaña a la comunidad
por el largo pasillo lleno de animitas.
Lo natural es el movimiento,
la ruptura y el nacimiento,
esto al irrumpir en la realidad humana
rompe, desequilibra y mueve a una población.
Ello forma una historia que oculta en un área,
se palpa solo si se guarda silencio,
un callar parecido al estado contemplativo
que creo que produce la poesía.
La poesía habita el lenguaje,
por lo tanto marca, como una animita, su pasar por el mundo.



